Como un estilo sonriente podría describirse el suyo; escribió en una época en que las letras francesas parecían haber perdido el don de la sonrisa, o casi; la sombra rabelesiana y molieresca como que se había hecho cada vez más tenue y tendía a disiparse del todo, y la gente se tomaba muy en serio a sí misma; el romanticismo, que France caricaturizaría en la persona de Marc Ribert, personaje de La vida en flor, fue un tono tan exaltado y trágico que se ha dicho de Lamartine que nunca en su vida rio y que aborrecía más que a nada en el mundo, a la broma; y el naturalismo, que al fijar su atención en las tranches de vie llena de microbios no nada más los esputos de los tísicos, sino hasta el agua de los charcos, ponían grave ceño y hablaban con tono doctoral de las tristezas y de las miserias de la existencia, o con melancolía el primero o con un gesto de asco el segundo; y si decimos que Alfonso Daudet, que conservaba, en tiempos malos para ellos, el humor que tiñe sus tres Tartarines, o tres Tarascones (en realidad, dos y dos; pero en uno de los libros común a estos dos nombres propios); se escondían marchais, detrás de montañas de libros llenos o de suspiros y desmayos o de una realidad sombría, pintada con tintas que parecían agua del caño; pero France no nació risueño, sino se fue tornando humorista a medida que enriquecía su educación y maduraba su espíritu, según iban avanzando su vida y su carrera, sin tropiezos; se da en él un caso que puede proponerse como ejemplo de que el humor es la más alta flor de la cultura, de que se llega a él cuando se está de regreso de todo lo demás.
