Nuestra vida social y política difícilmente podría concebirse sin la idea de laicidad. Gracias a ella se transitó de autoridades sustentadas en un poder divino a gobiernos fincados en la voluntad de los ciudadanos y en la diversidad que ellos suponen. Comprender y defender este concepto no sólo implica asumir la separación de los asuntos del Estado y las Iglesias, sino entender la importancia que poseen la libertad de conciencia, la autonomía de la política frente a lo religioso y la igualdad entre los individuos, creyentes o no creyentes.