En la estación de ferrocarril de Múnich por doquier se ven refugiados sin visos de esperanza; ningún apego tiene por su vida, que se adhiere a ellos como espectro invisible y famélico que los arrastra por los andenes de tren marcados por los tiros. Prisioneros de guerra custodiados por guardias americanos desenrollan alambre de púas en medio de un silencio guiado por el nerviosismo y la exasperación de saberse rodeados de tanques y ametralladoras. Las ciudades devastadas, hambrientas, luchan por acomodarse a unas circunstancias que semejan las de la temprana Edad Media. Se ven hombres pasear en esmoquin, pantalones bombachos y botas de soldado, y mujeres con vestidos de encaje confeccionados con cortinas. En Francia no hay corriente eléctrica desde la mañana hasta la noche, excepto una hora al mediodía, y en las vivencias y oficinas de París es tanto el miedo a que se rompan las cañerías, que solo dan agua dos horas al día. La escasez de papel ha llevado a componer los periódicos en una sola hoja, y en las cartillas de racionamiento se les concede a niños y jóvenes el privilegio de consumir cuatro huevos al mes. Las ruinas de las ciudades lo son también de la moral, aniquiladas ambas por los horrores de la guerra. Hans Magnus Enzensberger logra taladrar en los escombros de la Segunda Guerra Mundial a través de la mirada de extraordinarios testigos, escritores y periodistas, que experimentaron las brutales imágenes de la Europa “rescatada” por los Aliados.
